noviembre 24, 2009

El ocaso del sol

Ahh! Por qué no habré quemado mis ojos
cuando escucharon venir tus pasos
en el alba desnuda de un andén

Allí penetraba tu lívido morbo
Endulzado de magnolias;
erguía en mi sangre desierta
el vértigo balsámico de tu ira.

Símbolos pérfidos de tus hadas
se unen como átomos para engendrar
en mi; lánguida desesperanza.

Mas callo la furia de estas bestias
y recibo ávida el ramo inerte
de la tortura.

Despojos sonoros,
clamores silenciados.

Los sueños navegando por el asfalto
empañados como alas
hijas de la incesante agonía.

Busqué desesperada
por cada rincón del miedo
en la bruma de epitafios
frente a cada proyección
de formas destruidas.

Vi rostros como calles
y jugué entre los diálogos
del desconcertante, sórdido e impúdico parque
iridiscente de sus besos arcaicos

y aún así
las sombras me apartaron del viento,
la creciente noche quieta
ante la blandura de mi cuerpo
me dejó vestida
de arenas turistas
residentes en congojas.

El follaje insólito de tus pieles
desarmaron de lo que en mi
quedaba aún.

Ohh! por qué no habré quemado tus ojos
con el incendio crónico que escapaba de mis manos
por qué he de consagrar el trono de la muerte
cada vez que te miro
con mi reflejo colmado de soledad,
aterrada de los sueños
y de este perenne encuentro.













Sol Zurita Aleñá

1 comentario:

Anónimo dijo...

profundo deceso. me encantó tu escrito. un beso amigo