junio 10, 2009

El eterno angel

Aún recuerdo cuando el sosiego se le escapó de las manos, su mirada amenazadora contra la jovencita que lo acompañaba, era delatora. Claro que ella no lo percibía, notase exaltada, moviéndose al compás de los tambores con su pollerita rojoscura danzando con el vientecillo caluroso que desprendía del bullicio. Ella se sonreía con adoración y furor inextinguible, no le importaba que él no fluya con ella, no le importaba que alguien siquiera dance a su son, ella era como el río y si alguien se quería lanzar pues, lo llevaría hasta el mar del éxtasis.
Fue justo en ese instante. La niña se había liberado de sus ropas y levantó sus brazos para sentir la brisa fresca que pasaba por encima de la manada de cabezas, estiró los dedos inhalando golondrinas, sus talones se elevaron, mientras sus ojos iban cerrándose (era como un ángel que brillaba cual lucero etéreo en el medio del abismo celestial) cuando él, abrió sus ojos desquiciados, sus pupilas hinchadas desprendiendo escrúpulos y los huesos de sus dedos tronaron resentidos, con un ímpetu que detonó su cordura para siempre.

Suena y resuena el reloj anticuado de la columna de mármol tallada, sentado en el sillón inglés verde musgo la observa fija y constantemente, mientras le titilan las pupilas, las palmas de la mano son un lago de sudor atormentado, y el pie derecho daba golpecitos apresurados en la madera lustrada. Hace horas que ella estaba conectada con su piano de cola, estremeciéndose entre las notas, era una cuerda más que percutía con los macillos de fieltro. Sus dedos eran mariposas y ella también, por lo cual abandonó las teclas y se lanzó por la ventana que daba al jardín del frente, siempre lo hacía. Caía entre las flores, como una mas de ellas, se deslizaba entre las partículas de perfumes dando vueltas y vueltas, acariciando los pétalos, hasta caer por una pequeña colina que concluía en su árbol preferido, claro que amaba a todos los árboles y seres, pero éste era mágico, el mas fabuloso que pueda existir en su corta vida. Trepaba sin escándalos y se aferraba a un inmenso brazo del cual salían ramificaciones finitas que caían hasta el suelo, y de ella, a la vez, salían otros tallos diminutos con flores amarillas. Allí se quedó hasta caer con el sol y correr entre el rocío que entraba por sus poros, abrió la puerta extremadamente alta y entró a la antigua casona, se sacó los zapatitos y se puso a pintar las estrellas. Él seguía en el sillón postrado, como enfermo, la había estado observando la tarde entera, hasta la miraba cuando ella soñaba entre los tules diáfanos que tejían las hadas del árbol.
Tocaron las nueve de la noche y ella corrió y se sentó en la rodilla izquierda de su padre, quien casi sádico, no dejaba de horrorizar su cabeza con ideas perversas. Se paró bruscamente y ella cayó en el piso, no le dio interés alguno... Siguió resbalando como si fuera una pista de patinaje. Él, casi corría a un rincón de la casa que era su deleite... No tenía ventanas, las paredes eran negras y algunas luces tenues que chorreaban por el suelo helado. El escaso aire que corría por ese pequeño agujero era inquietante, turbio, nervioso. Se encerró ahí más de tres crepúsculos, quien sabe a hacer que.

La pequeña, ya hacía siete años que había perdido a su madre. Por lo cual, se manejaba segura y sin ayuda. Se levantaba, peinaba su largo cabello alisado con la peineta de su difunta progenitora, preparaba té de almendras con unos pastelitos de canela y los adornaba con pimpollos de jazmín recién cortados del jardín. Luego se ponía sus zapatitos rojos y su vestidito amarillo con listones y se sentaba en su piano por horas interminables.
Fue esa noche que volvía revoloteando entre las gotitas de rocío, en la que tropezó y rodó por las escaleras llenas de musgo, se desmayó en ese sótano horripilante de su padre, al golpearse la cabeza contra los fierros oxidados de un escritorio viejo y destartalado.
El reloj marcaba el comienzo de otro día en esa noche sin luna, cuando él bajó esas escaleras y se envolvió del olor putrefacto que, sin duda, gozaba. La encontró en el piso y sus pupilas se detonaron aún más al ingeniar un malévolo plan en menos de una centésima.

Despertó confundida, sollozando y con un dolor de cabeza que le hacía extrañar a la madre. Él la miró simulando amor y le ofreció una sopa de hongos que le había preparado, ella estaba tan concentrada recordando esas caricias maternas que tanto le hacían falta en situaciones riesgosas como ésta, que no notó esa burbuja oscura que estalló en la boca de su padre, ni menos sus ojos desaforados. Tomó el caldo y se movió suavemente al sillón donde su madre le contaba cuentos en esas noches silenciosas, se abrazó al almohadón de plumas y lentamente fue entrando en un sueño excéntrico, trataba de subir los párpados, pero estaban tan cargados como la desorbitada posesión que él sentía sobre la chiquilla.
Una vez seguro de que el exagerado sedante había hecho efecto sobre ella, comenzó su ritual.

Sucedió sobre el escritorio del sótano, con las velas de esencia fúnebre... El silencio se rompía con sus gimoteos disonantes de ansias insaciables, su piel estallaba en un infierno maniático, y sus manos entretenidas con las cucharas de cobre puntiagudas que había sacado de la pared del comedor. Escarbaba por debajo de los párpados de la criatura, quebrando el nervio óptico, la vena y arteria retineana, hasta lograr sacarle los ojos, los cuales puso cuidadosamente en un recipiente con agua. Siguió por sus manos sobrenaturales... Le arrancó sus muñequitas, concentrado minuciosamente, y las dejó sobre un pañuelo de seda que le cubría la cabeza a la niña, antes de caer por las escaleras. Se detuvo en su piel, y la devoró con la nariz, emanaba un perfume lunático, paradisíaco, estelar, que lo dejaba atónito y más se elevaba el poder de su locura. Quería apropiarse de ella, fundirla a su piel, así nadie se la quitaría nunca jamás. Prosiguió tirándole un líquido extraño que ablandó toda su piel, su carne y hasta diría que sus huesos, todo sin quebrar ni siquiera un bello. Le hizo un pequeño corte en la planta de los pies, y empezó a arrancarle toda la piel, como a un leopardo para hacerlo alfombra, sin frenos y sin pena. La niña estaba totalmente desnuda y se podía ver la sangre corriendo por sus venas paulatinamente. El desvencijado cerebro de éste monstruo no parecía incesable. Cortó su carne en trocitos, cual ternero degollado, y la licuó en su propia boca, masticando cada nervio, haciendo buches y escupiéndolo en un tazón de porcelana. Estuvo toda la noche hasta triturar el último pedazo de músculo y entonces comenzaba a escurrir la sangre y la ponía en otro tazón. No se agotaba, aunque el sudor no abandonaba su piel ni por un segundo, le caía a goterones por su gélido cuerpo desnudo. Tomó la sierra y cortó sus huesos a una medida similar a los dientes. Los molió como nuez moscada y los guardó en un tarro, al cual antes de taparlo le escupió su esencia misma.
Dejó un día entero descansando el cuerpo mutilado, rodeado de sahumerios hechos con la sangre de la hija.

Tocaron las nueve de la noche: Afuera parecía que las nubes habían bajado a ocupar todo el jardín, las ventanas opacadas, blanquecinas. El feroz hombre bajó a su templo terrorífico, que por cierto, era su paraíso. Agarró las agujas enhebradas con hilos gruesos y grasosos y se coció la piel de la víctima a la suya. Haciendo pequeños bolsillos donde guardaba la carne triturada y luego los cerraba. En algunos sitios, cortó sin pavos su carne e introdujo la otra, uniéndolas para el resto de su vida. Bebió la sangre desprendiendo un gesto de placer de su última mirada. Se aspiró el polvo de huesos por la nariz y totalmente ido, se arrancó un ojo y colocó el pequeño ojo remojado en el hueco lleno de pegamento. El otro ojito lo devoró gozoso, chapándose los dedos, absolutamente excitado. Ahora era el turno de las manos, así que tomó la cuchilla y se rebanó la mano derecha, le siguió el hecho de cocerse las dos diminutivas manos de la infante a su muñeca que derramaba un río de sangre, no le dio importancia en absoluto, se había vestido de rojo hace ya bastantes noches. Y ese color se tornaba bordo, casi negro, despidiendo ese olor putrefacto de gusanos a punto de venir. Su cuerpo transformado de ira, de algo sìnico, satánico, algo que era su propia morada.
En sus últimos gemidos, aún recuerdo que se arrastró hacia el escritorio desgastado y con un esfuerzo desmesurado tironeó del pañuelo de seda que colgaba del borde, cayó en su nuca el cofre de oro donde había guardado el pequeño corazón, y el golpe lo perpetuó en ese charco de coágulos colosales.

Las agujas del enorme reloj tocaban el nuevo día, la niebla despidiéndose a lo lejos, el piano abierto, el jazmín en la eterna espera, la canela intacta, las almendras conservaban aún su forma y el pelo de la niña jugando con el viento, volando entre los rayos de sol que le daban ese resplandor dulce, revolviendo con una sutileza adorable los pétalos que desprendían esos átomos perfumados del arco iris que los invitaba a lanzarse por ese tobogán multicolor hasta sacudir las cuerdas del piano y emitir la música que palpitaba en la brisa que se expande hasta hacer vibrar esas florcitas amarillas que caen como cascada de suspiros de la rama de aquel fantástico árbol.












sOl Zurita Aleñà .***

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